—No hay mejor lugar que un cuento
para aprisionar la sensibilidad— contestó Mary P. Thomas.
Acercó el cigarro al borde de su
boca, me miró, siguió con la libreta de notas en mis manos y aspiró con fuerza.
Después, lentamente y tomándose su tiempo, dejó salir el humo.
Se acomodó sobre su silla, pero
en enseguida, como si lo hubiera olvidado, se acercó a la mesita en el centro de la sala para tomar su celular. Vio de reojo la hora y al
ponerlo de nuevo, hizo ese rápido movimiento que te permite confirmar si ha o
no llegado esa tan añorada notificación.
Mi atención se dirigió hacia las notas que había preparado que estaban ahora todas
sobrescritas por las respuestas. Sonreí para mí pensando en que, precisamente, para
este tipo de momentos están diseñadas las hojas con líneas. Las libretas
rayadas aparentan completa funcionalidad. Por un momento, casi me lamento el dejarme llevar por
esas ideas que insisten que cualquier persona cuya pretensión de escribir es
seria, no sólo tiene que, pero debe de utilizar
hojas completamente en blanco ya que, las rayas además de delimitar,
limitan.
Mis manos empezaron a sudar.
Repentinamente, el distintivo DING que notifica la recepción
de un mensaje de texto, me salvó de continuar con la entrevista. Ambas tomamos
el celular con ese movimiento que se ha vuelto casi un reflejo. Pienso
inmediatamente en la preferencia por ese otro aparato que acababa de abandonar.
Ese que no me generaba la misma expectativa o ansiedad porque las
notificaciones tenían un sonido completamente distinto.
—Perdona, estoy esperando un
mensaje...— pausamos unos segundos antes de continuar, pero cuando corroboré
que no fui yo, rápidamente hablé:
—¿Un mensaje de la editorial? —
interrumpí con emoción poco contenida que me hizo sentir terrible y poco
profesional.
—Estoy esperando un mensaje
de...— siguió Thomas, antes de que otro DING ocupara su
atención para maniobrar el aparato.
De nuevo, el reflejo. Volví a levantar mi
celular para comprobar, nuevamente, la ausencia. Me detuve unos
segundos y pensé que quizá, durante todo este tiempo, sí sentí una especie de superioridad al no sucumbir
ante el mismo sonido que provoca a la mayoría de mis conocidos. Ahora, soy presa de ese sonido también. Mi pantalla me indicó que estaba por cumplir una hora con Thomas. Recordé la regla de oro: no pasar más de una hora en el espacio de la persona entrevistada pues de lo contrario,
tendrás a alguien igual o más nerviosa que tú logrando únicamente que no funcione el material. Creo que esto aplicaba cuando se pretendía retratar a alguien, pero me gusta utilizarlo en lo que yo hago también.
Thomas bajó los lentes que
descansaban sobre su cabeza y los colocó en el borde de la nariz con un delicado
gesto. Un pequeño mechón platinado cayó sobre el costado de su mejilla y pude ver a esa versión que siempre había visto e imaginado de mi ídolo de la escritura. Se parecía a esa persona en las fotografías de las solapas de uno de mis libros favoritos de cuentos. Era una edición especial que además de ser pasta dura y la colección completa de sus mejores obras, la fotografía de la autora era una de esas que seguramente fue premeditada, pero no posada haciéndola un retrato excepcional.
Cerré de golpe mi libreta para intentar concluir.
La autora regresó la mirada hacia arriba; noté en sus ojos un mínimo gesto de decepción que fue casi imperceptible. Intentó ocultar lo que provocó ese mensaje colocando los lentes en su
posición inicial y estrellando la colilla casi consumida por completo en el
cenicero. Lo hizo con lo que me pareció ser furia; un ademán fulminante.
Acomodó ese mechón en su lugar
devolviendo la apariencia del corte por el que optan muchas mujeres a partir de cierta edad: ese corto muy corto. ¿A qué se debe esa decisión? Mi etapa pixie fue buena, pero en
definitiva experimental. No estoy segura de si es algo que me sentará a mí cuando llegue el momento.
DING, DING. Alcancé a ver las burbujas en mi pantalla. Mi corazón se aceleró. Era la tan esperada notificación.
—Mary... — empecé —me parece que
ya he robado mucho tiempo y el mundo exterior nos está alcanzando— dije.
Thomas permanecía inerte. Su
mirada parecía perdida cuando regresó a mirarme y comenzó:
—Hay que empezar y terminar lo antes posible— continuó mientras reía de manera
irónica — para que ninguna de las partes muera de aburrimiento.
Abrí delicadamente la libreta, pasé la hoja porque sabía que ahí estaba. Por fin llegaría la Mary P.
Thomas de la que tanto me habían advertido. La que estaba esperando.
—Hablo de los cuentos, querida. No de esta entrevista.— dijo con un tono un poco burlón antes de prender otro cigarro y aventar su aparato al otro lado del cuarto. Sólo así supe que las notificaciones entrantes le pertenecían.
La autora que acusaban de divagar en entrevistas o conferencias al no responder las preguntas protocolarias. A mí, siempre me parecía estaba intentando advertir algo o decirnos alguna verdad, si es que eso existe.
—A los cuentos hay que acabarlos
de y en un golpe. No puedes interrumpirlos sin razón. Se leen de principio a fin o mejor no lo lees un cuento.—
El sonido de mi celular pasó a segundo plano y me despreocupé de que las notificaciones se apilaban y parecían tener información relevante. Dejé que mi mano hiciera lo que tenía que hacer sin perder de vista a Thomas.
—Provienen de un solo impulso que, aunque se corrija
o edite sabes no evolucionará como lo haría una novela. El personaje, que es
una idea con sus propias ideas, nace y pretende morir ahí.—
Golpeó delicadamente el cigarro con el dedo índice sobre el cenicero.
—Aunque te digan
que lo que escribiste da para más; que existe la posibilidad de cosas por desarrollar,
de pensar más, siempre debes recordar que el cuento, además de una cárcel también
es un verdugo porque al final de un cuento, no queda nada. —